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EL POMBERO

  La criatura encadenada a aquella habitación lo estaba en más de un sentido. Pero ante los ojos de Candado, no era más que un lucero asustado. Según la información que obtuvo de Anen, su aspecto coincidía en parte con la descripción que él había dado. Y digo "en parte" porque, cuando le pides una descripción física a un ni?o, en el 60% de los casos tiende a exagerar, ya sea mucho o poco. Por ejemplo, cuando Candado tenía cinco a?os, afirmó haber visto a Karl Marx en la calle repartiendo regalos, cuando en realidad era solo un anciano vestido de Papá Noel. O aquella vez que aseguró haber visto un meteorito, cuando en realidad eran simples cohetes.

  La apariencia de la ni?a era similar a lo que Anen había descrito. Era enorme, aunque no en términos físicos, sino debido a los suplementos adheridos a su cuerpo, herramientas dise?adas para la defensa. De sus sienes emergían dos cuernos gigantes de piedra, que al parecer utilizaba para desplazarse y defenderse. En su pecho tenía un rubí incrustado, formando parte de su cuerpo. Su piel era verde, su cabello blanco, y sus ojos carecían de iris, un rasgo distintivo de los luceros, Sus orejas eran peque?as pero puntiagudas. Sus brazos y piernas estaban formados de minerales blancos y otros colores, como el azul, amarillo y rojo. Estaba desnuda y aparentaba entre quince y dieciocho a?os. Marcas de cicatrices recorrían su tórax, cuello y cintura.

  Cuando vio a Candado, la joven gru?ó.

  —Es una vida hermosa y brillante —dijo Bruno.

  —Atrás, por favor.

  Candado dio un paso al frente.

  La joven gru?ó de nuevo y se lanzó hacia ellos de forma violenta, obligando a Nelson a alzar su arma. Candado, sin embargo, le ordenó bajarla de inmediato.

  —Si quieres cazar un venado, puedes correr, mostrar tu ubicación, abrazarlo y pedirle que se deje matar con tus dulces palabras. Puedes hacerlo. Pero si quieres que yo haga mi trabajo, lo último que debes hacer es levantar una jodida arma.

  El tono de su voz dejaba claro que se burlaba del anciano.

  Candado comenzó a caminar lentamente hacia la criatura, aunque las cadenas impedían que ella se acercara demasiado.

  —Regwit’fre. (?Estás bien?)

  La joven reaccionó de inmediato.

  —Ouro’gi Grifta’kle da' Kiro. (?Hablas mi idioma? ?Eres un kiro?)

  Candado se rascó la nuca.

  —No, no soy un kiro. Anen me envió a buscarte, Amjasta.

  La joven inclinó sus enormes brazos hasta que sus piernas tocaron el suelo y entonces comenzó a caminar hacia él. La diferencia de estatura entre ambos era evidente.

  —?Ella está bien?

  —Veo que hablas mi idioma.

  —Un kiro debe aprender del terreno si quiere cumplir su cometido.

  —Ya, entiendo.

  Candado sacó su teléfono y marcó un número.

  —Sara, encontré al lucero.

  —Eso… eso fue rápido. Más rápido de lo que esperaba.

  —Así soy yo. Nos vemos.

  Colgó y miró a Amjasta.

  —Bien, veo que hay una puerta detrás de ti.

  La joven miró por encima del hombro.

  —No lo había notado.

  —?Te importa si paso?

  —Primero libérame.

  Candado se encogió de hombros, tomó el collar metálico que rodeaba su cuello y lo calcinó en cuestión de minutos.

  —Listo. Eres libre. Ahora, espérame aquí.

  —Si estar contigo me garantiza ver a Anen, entonces lo haré.

  —Bien. Por ahora, espera aquí… y no mates a nadie.

  Candado le dio la espalda y se dirigió hacia la puerta.

  —No es que lo diga de mala manera —dijo Amjasta—, pero me has dado la espalda, a pesar de que intenté matarte.

  Candado se detuvo.

  —No es que lo diga de mala manera, pero tú nunca me ganarías en un combate.

  Sin más, abrió la puerta.

  —Oh, por Isidro…

  —?Qué sucede? —preguntó Nelson, acercándose.

  Candado tragó saliva.

  —Esto no era un laboratorio.

  Nelson frunció el ce?o.

  —?Por qué lo dices?

  Candado avanzó lentamente, observando el interior de la sala.

  —Esto era Auschwitz.

  En su interior, varias celdas albergaban ni?os reducidos a piel y hueso, al borde de la muerte por desnutrición.

  —Qué olor inmundo… —expresó Nelson, tapándose la nariz con un pa?uelo.

  Candado, en cambio, no reaccionó ante el hedor.

  —Hay que llamar a los Semáforos.

  Sacó su teléfono y marcó.

  —Llamada de emergencia. ?En qué podemos ayudarle?

  —Petición roja, de inmediato. Rastréenme.

  —Procediendo.

  Candado colgó y comenzó a acercarse a los ni?os.

  —Espera. ?Qué haces?

  —Les daré un poco de mi poder para que puedan recuperar vitaminas. Sus cuerpos están al borde del colapso por la desnutrición.

  —?Puedes hacer eso? —preguntó Nelson, incrédulo.

  —Solo yo puedo hacerlo —respondió Candado.

  Se acercó a uno de los ni?os y le posó la mano en la cabeza. De inmediato, una energía de color morado comenzó a emanar de su piel. Repitió el proceso varias veces más, mientras Nelson lo observaba con asombro.

  —?Cómo supiste que podías hacer esto?

  —Fue un accidente —murmuró Candado, sin dejar de concentrarse—. Mientras cuidaba a Yara, un mes después de que nació, se enfermó gravemente. Ni los médicos ni los veterinarios supieron qué lo causaba. Entonces, deseé poder darle mi fuerza… y simplemente sucedió. Luego lo probé en otros animales y personas y descubrí que funciona como la adrenalina: es temporal.

  Su rostro se ensombreció, lo que hizo que Nelson se tragara sus preguntas.

  El tiempo pasó y, finalmente, los Semáforos llegaron a la escena. Krauser, junto con veinte jóvenes de entre dieciocho y veinte a?os, entraron en el edificio. Antes de que llegaran, Candado había escondido a Amjasta. No quería que nadie la viera, mucho menos Krauser.

  El hecho de que Krauser estuviera ahí significaba algo: habría cadáveres. él era el único que no se inmutaba al tratar con los muertos. De hecho, fue él y un peque?o grupo quienes comenzaron a cargar los cuerpos.

  —Seis víctimas —informó—. Es poco, comparado con lo que suelen hacer.

  —Llegué demasiado tarde —admitió Candado—. La estructura estaba relativamente nueva, pero la da?aron a propósito para que pareciera antigua. Por lo que pude notar, esto se construyó hace un mes. Fui demasiado confiado.

  —Es un asco. Me sorprende que ese anciano les haya metido corcho a veinticuatro de ellos.

  —Debe de haber más en la provincia —dijo Candado—. ?Qué han hecho Joaquín y Rozkiewicz?

  —Apenas se enteraron, pusieron en marcha una orden para que los menores de edad dejaran las patrullas. Solo los mayores de veinte pueden patrullar ahora.

  —Inteligente.

  —?Tú crees? Yo pienso que es una tontería. Ser un Semáforo implica arriesgar tu vida. Mandar ese comunicado para que vuelvan a casa me parece hipócrita de su parte.

  Candado se recargó contra un árbol, metiendo las manos en los bolsillos.

  —Dime, Krauser… ?estás preparado para cargar una pila de cadáveres? Porque la mayoría de los Semáforos en la provincia son menores de veinte.

  Krauser no respondió.

  —Joaquín está en el cuarto lugar de presidentes competentes en Argentina. Los que están por debajo de él demostraron que el cargo no es más que un juego sin responsabilidades. Si tomara las decisiones que tú crees correctas, la sociedad nos vería como una agencia paramilitar… y no como una simple utopía infantil donde la gente se divierte y pierde el tiempo.

  Krauser suspiró.

  —Me dejas sin palabras. Por cierto, ?Quiénes son los otros?

  —Ramiro Rodríguez, de Buenos Aires, en tercer lugar. Almidón Mateo, de Jujuy, en segundo. Y Mariana del Valle, de Tierra del Fuego. Nunca vi a una mujer más inteligente con once a?os.

  —Ya veo… Espero que Hammya no te haya escuchado decir eso —comentó Krauser con una sonrisa. Luego miró la caba?a—. ?Por qué los agentes vendrían aquí? ?Qué buscaban?

  —Algo que no sabemos aún.

  Krauser se llevó la mano izquierda a la cara, frustrado.

  —No hay nada peor que tener dos tareas y trabajo en el gremio.

  —Sí, es duro.

  Krauser abrió su ojo izquierdo y fijó la mirada en Candado.

  —No te lo tomes a la ligera.

  —No lo hago.

  Candado se dispuso a marcharse, pero Krauser lo detuvo.

  —Candado, veintiséis personas murieron. Principalmente agentes. Muchos de los sobrevivientes tienen heridas de bala… las mismas balas que tiene ese anciano.

  —?Y?

  —Ten en cuenta una cosa: ese anciano buscaba algo. Puede que lo haya encontrado… o no. Pero significaba que necesitaba de ti.

  Candado se giró para mirarlo.

  —Habla ya, Krauser.

  —Siento que me ocultas algo.

  Candado sostuvo su mirada unos segundos antes de responder:

  —No me molestes.

  Krauser suspiró.

  —No vas a negarlo ni confirmarlo… Te daré el beneficio de la duda.

  Candado le dio la espalda y siguió su camino. Pero sabía que Krauser era más astuto de lo que aparentaba.

  —Gaucho, ?qué hacemos? —preguntó Nelson.

  —Eso me pregunto yo. ?Conseguiste lo que querías?

  —Sí. Envié a Bruno y a Perón con el equipo.

  —Entonces, ?qué es lo que realmente quieres?

  El hombre sonrió.

  —Tengo una ambición, ?sabes? Quiero reconstruir los laboratorios C.I.C.E.T.A.

  —Gran ambición —comentó Candado desganado.

  —Pienso que Argentina necesita su propia tecnología. Algo igual o mejor que lo que tienen países como China, Rusia, Estados Unidos, India o Japón.

  —Eso sería increíble...buena suerte en ello.

  —A todo esto, ?Dónde está esa peque?a?

  —Mauricio la ocultó. Está bien. A partir de aquí lo hago solo.

  —Vale. —Nelson extendió su pu?o—. Cuídate, gaucho.

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  —Claro. —Candado chocó su pu?o con el de él.

  Candado caminó con las manos en los bolsillos y se dirigió hasta el árbol más alejado de la zona.

  —Mauricio, soy yo.

  Del interior del tronco salió una mano.

  —Date prisa.

  Candado tomó su mano y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró en un valle surrealista a la vista humana. Miles y miles de flores cubrían el suelo en todas direcciones.

  —Candado, lo siento… padre se enteró de lo sucedido.

  —Déjame adivinar… Quiere hablar conmigo.

  —Así es.

  —Uy, qué mal por mí.

  —Por favor, deja de jugar.

  El dúo se adentró en un bosque de árboles colosales, con más de cien metros de altura y cincuenta de ancho, que bordeaban toda la zona.

  —Por más veces que venga aquí, nunca deja de maravillarme la paz que hay en este lugar.

  —Puedes quedarte a vivir aquí.

  —Me niego rotundamente.

  Mauricio suspiró.

  —De acuerdo…

  Caminaron hasta llegar a una aldea escondida entre las raíces gigantescas de los árboles. Muchas casas estaban hechas con raíces vivas o incluso talladas dentro de los troncos. Los habitantes, en su mayoría adolescentes y unos pocos adultos, saludaban a Candado con familiaridad. Curiosamente, no había ancianos en la aldea.

  —Vaya, bonita casa —comentó Candado con tono burlón, se?alando un árbol con una puerta incrustada.

  —No molestes.

  Mauricio llamó a la puerta.

  —Papá, soy yo.

  La puerta se abrió, revelando un hermoso jardín con un pedestal en el centro. Sobre la roca descansaba un facón envuelto en raíces y espigas.

  —Adelante —invitó Mauricio.

  Candado entró, observando con interés el pedestal.

  —Vaya, parece que al Pombero le encanta la idea de la espada en la piedra.

  —No toques eso.

  Candado dio un golpecito en la base de la roca.

  —Cemento… Ahora que lo pienso, Horacio dijo que le habían robado una bolsa de cemento. No me digas que…

  —Papá, él está aquí.

  Detrás del pedestal se alzaba una caba?a sin paredes, solo delimitada por cortinas hechas de hojas secas. De pronto, de entre las cortinas emergió una mujer desnuda.

  —Soledad, ?qué…?

  —Candado, ?Cómo has estado? —dijo ella ignorando por completo a Mauricio y extendió los brazos para abrazarlo.

  —?No me toques! —Candado dio un paso atrás, con una expresión de absoluto rechazo—. Me hago una idea de lo que han estado haciendo ahí adentro.

  —?Eh? Solo me estaba ba?ando.

  —?Solo te preocupa eso? —preguntó Mauricio con sorpresa.

  —Es su casa. No soy quién para decirle que se vista, pero sí puedo decirle que no me toque.

  —Candado…

  Soledad avanzó un paso hacia él.

  —Te lo juro, si das otro paso, te arranco los pechos.

  —Sol, tu hermano te necesita.

  —?Raúl? Vaya, qué mal… Nos vemos luego, Candado.

  Soledad estaba a punto de marcharse, pero en el último segundo, cuando Candado se dio la vuelta para entrar a la tienda, le plantó un beso en la mejilla.

  Candado se giró con los ojos encendidos de furia.

  —?Ahora sí sacaste boleto, tabla!

  Sacó su facón.

  Soledad le dio otro beso en la frente.

  —?Pero la que te remil parió!

  Soltó un grito de rabia y se lanzó tras ella, pero Mauricio lo sujetó por los brazos.

  —?Volvé, que ahora yo te voy a dar besos! ?Volvé! ?VOLVé!

  —?Candado, cálmate! No hay razón… —El chico dio un tirón tan fuerte que lastimó a Mauricio—. ?Jesús, no es para tanto! Fue solo un beso.

  —?Que no me hagan caso es peor que un beso!

  —?En serio? No eres un bebé.

  Candado resopló, respiró hondo y finalmente se relajó.

  —Ya la encontraré y la haré bosta, que asco y mujer desagradable —dijo mientras se refregaba la mejilla y la frente con su pa?uelo.

  Mauricio le palmeó la espalda y lo llevó dentro de la tienda. La chimenea casera que había en su interior estaba tan mal construida que Candado frunció el ce?o.

  —Por Isidro… Tu padre lo hace a propósito, ?verdad?

  —?Eh? ?Por qué lo dices?

  —Mira eso… No es simétrico. ?Qué le cuesta colocar una roca más a la derecha?

  —Viniste a hablar con él, no a mirar el fuego.

  —Olvídalo, lo voy a arreglar yo mismo.

  Mauricio le sujetó del brazo y lo llevó a la fuerza a la otra habitación, separada solo por una pared de piel. Del otro lado, una mujer sin ropa de rodillas sobre una alfombra de maíz y sal, quien lo miró con una sonrisa ladina.

  —Veo que te divertías mucho ahí afuera con Soledad… gui?o, gui?o.

  —?Sabes?

  —?Qué?

  —Estaba empezando a sentir un poco de culpa por la situación en la que estás.

  —?Y?

  —Ahora tengo tres cosas que decirte.

  —?Cuáles?

  —Cá…ga…te...

  Diana sonrió con sorna.

  —Cuando termine mi castigo, iré a por tu cabeza.

  De repente, una figura apareció detrás de ellos. Tanto Mauricio como Diana bajaron la cabeza de inmediato.

  —Padre, traje a Candado —anunció Mauricio con voz temblorosa.

  —Puedes marcharte.

  Mauricio, asustado, inclinó la cabeza y salió de la casa sin protestar.

  Candado alzó una ceja, se quitó su boina y procedió a cruzarse de brazos.

  —Vaya, ?qué querría una entidad mitológica como usted conmigo?

  —Eres muy impertinente, Candado —respondió la figura.

  Delante de él se materializó un ser peque?o, de aspecto similar a un duende. Era fornido, con grandes e intimidantes orejas puntiagudas y una barba larga y negra que casi llegaba hasta el suelo. Sus manos y pies eran grandes y peludos. Llevaba un poncho marrón y un sombrero de paja, y en su mano sostenía un bastón idéntico al de Mauricio, con la diferencia de que en la punta tenía una piedra esférica tallada con las figuras del sol y la luna.

  —?Puedo preguntar algo? —dijo Candado con indiferencia.

  —Hazlo.

  —Bien… ?Tiene que estar Diana aquí con esas pintas?

  —Ella está castigada por no haber escuchado.

  Diana sonrió con burla.

  —Eso no quita el hecho de que no debería estar aquí. Todavía tengo que hablar contigo.

  El Pombero se sentó en una roca frente a él y a Diana.

  Candado suspiró y se dejó caer sobre la otra.

  —No dije que podías sentarte —advirtió el Pombero.

  —Muy tarde.

  El Pombero sonrió levemente, pero en seguida recuperó la seriedad.

  —Dime, ?Dónde está la otra?

  —?Lucera?

  —Como ustedes quieran llamarla, sí.

  —No sé, no la he visto.

  —Candado, no puedes mentirme.

  —No lo he hecho.

  El Pombero extendió su bastón.

  —Tu mano.

  Candado lo tomó con firmeza y miró al Pombero a los ojos. Diana se removió con incomodidad. Aquel bastón pertenecía a una de las ramas del árbol más antiguo de la Tierra, donde se decía que se originó la vida vegetal. Se creía que ese árbol tenía la capacidad de identificar cuando alguien mentía.

  Para Candado, sin embargo, eso era un absurdo. La naturaleza era la mentirosa más grande de todas. Los camaleones usaban su piel para camuflarse, enga?ando a sus depredadores. Si la naturaleza fuera honesta, ese camaleón se ofrecería en bandeja de plata. Y si aquel árbol era tan sagrado, ?Quién había sido el genio que decidió arrancarle una rama para hacer un mugroso bastón? Para Candado, era lo mismo que tomar el fémur de un hombre vivo para usarlo como bastón.

  Pero bueno, el tema era que ese palo servía como un detector de mentiras.

  —Dime, ?Has visto a la enviada?

  Candado sostuvo la mirada del Pombero.

  —No, no la he visto.

  —Candado, ?Sabes dónde está la enviada?

  —No, no lo sé.

  El Pombero miró su bastón, cerró los ojos y los volvió a abrir, clavando su mirada en Candado.

  —Candado, ?Has llegado a conocer a la enviada?

  La ceja izquierda de Candado tembló momentáneamente. Hubo un silencio tenso.

  —Candado… ?Has llegado a conocer a la enviada?

  El Pombero sintió que lo tenía acorralado, así que decidió presionar más.

  —Candado…

  —Ya te oí —lo cortó en seco.

  Diana y el Pombero se sorprendieron.

  —Entonces habla.

  —No, no la conozco.

  El Pombero frunció el ce?o y miró su bastón.

  —Entiendo.

  Candado retiró la mano sin esperar permiso.

  —No he dicho que podías hacerlo —le reprochó el Pombero.

  —Tampoco le pedí permiso.

  El Pombero suspiró y apoyó su peluda mano sobre su cabeza.

  —No me hagas enojar. No sabes lo que puedo hacer.

  Candado sonrió con burla, pero en su mirada había un brillo oscuro, casi malévolo.

  —Lo que puedas hacerme a mí no me interesa. Todavía te odio. Jamás te perdonaré por lo que trataste de hacerle a mi hermana y a mi madre. Eres una escoria con barba. ?Lo entiendes, mascadita?

  El Pombero entrecerró los ojos.

  —Puedo convertirte en un desequilibrado mental. Tu lengua te pesará y te dolerá pensar.

  Candado, ofendido, pegó su frente contra la del Pombero. Diana se sobresaltó ante el acto desafiante.

  —Mira cómo tiemblo, enano. Eres muy valiente para amenazar al amigo de tu amigo.

  —?Y yo qué soy? —preguntó Diana.

  —Una exhibicionista psicópata.

  —Eso duele, ?sabes?

  —Te estoy hablando, Candado…

  —Por cierto, duende de mierda, quita tus sucias manos de mi cabeza antes de que te la rompa —dijo Candado, despegando sus dedos de su cabellera.

  —Veo que quieres que te golpee y te convierta en un retrasado.

  Candado sonrió y comenzó a silbar, provocando que el Pombero se enojara aún más, tanto que tomó su bastón con fuerza. De repente, unos golpes retumbaron en la madera del único muro de la casa. El Pombero y Candado voltearon rápidamente.

  —Oh, Karaí…

  El Karaí Octubre era un enano duende fornido, idéntico al Pombero, pero con una barba larga y blanca. Llevaba una wacha en la mano y un látigo en la cintura. Su poncho marrón claro tenía bordes rojos, y su presencia era imponente.

  —Una ri?a es lo primero que veo. —El Pombero y el Karaí comenzaron a charlar en guaraní.

  —No, no es cierto, él me provocó.

  —Olvidé que hablabas mi idioma.

  El Karaí se llevó las manos a la cara y suspiró.

  —Oí que Candado venía a verte. Menos mal que vine, o este lugar se habría convertido en fuego, otra vez.

  Luego miró a Diana.

  —Querida, ?estás bien?

  —Sí.

  —Ella está cumpliendo un castigo porque me ocultó el paradero de la elegida.

  Karaí suspiró nuevamente y miró a Diana con seriedad.

  —Diana, vístete.

  —Lo siento, sólo obedezco a papá.

  —Diana, haz lo que te dice.

  —Bien.

  Diana se puso de pie, con hematomas en las rodillas y las piernas, y se dirigió hacia Candado.

  —Alejate de mi espacio personal.

  Diana mantuvo una mirada sonriente en Candado hasta que se acercó y le dio un beso en la mejilla. La vena del cuello de Candado comenzó a latir con fuerza mientras llevaba la mano a su facón.

  —Lárgate antes de que te degüelle —dijo mientras trataba de no estallar en rabia.

  Diana soltó una risa y salió de la habitación. El Pombero observó la escena y se burló.

  —Veo que tienes problemas con las mujeres.

  —No, con las mujeres no, con Diana —aclaró Candado, arreglándose el cabello para ponerse su boina nuevamente—. Ahora, mitologías, si me disculpan, yo también me marcho.

  —Candado, no hemos terminado.

  Candado se detuvo en la entrada, volteó y miró al Pombero con desdén.

  —Mira, en…

  —Shh, shh, shh —cortó Karaí, poniéndole una mano en el brazo a Candado.

  —Pombero —corrigió Candado, con tono frío—. Ya respondí a tus preguntas y no he mentido en ninguna de ellas.

  —Muy bien, pero más te vale tener cuidado.

  Candado silbó y, sin decir más, comenzó a caminar hacia la salida. Karaí, con gesto preocupado, se llevó la mano a la cara.

  —Vete, por favor —suplicó Karaí, mirándolo mientras se alejaba.

  Candado salió de la casa y se encontró con Mauricio, quien estaba recostado junto a un árbol.

  —Candado.

  —Veamos, le avisaste que estaba aquí.

  —Amigo, las veces que papá estuvo contigo, siempre termina en una ri?a.

  —El me busca y me encuentra.

  —Candado...

  —Aunque le tenga respeto a Karaí, eso no significa que tengas que molestarlo.

  —Amigo, lo último que quiero es una pelea entre tú y mi padre —dijo Mauricio consternado.

  —Sin mencionar las cosas que intentó hacer en el pasado con mi madre y hermana. No me gusta cómo es contigo.

  —?Conmigo? Diana es quien está castigada.

  —Que se cague.

  —Ya veo.

  Candado suspiró, frustrado.

  —Como sea, ?ella está bien?

  —Por supuesto, la he llevado con Sara.

  —Bien.

  —?Hago lo mismo con la otra?

  —No, no, no. Ya estás implicado en esto, sin mencionar que tu padre comenzará a vigilarte. Lo haré yo.

  —?Qué? Pero es mi responsabilidad.

  —Mauricio, no voy a permitir que te metas en esto más de lo que deberías, sobre todo si es con esta gente.

  —No le temo a los agentes.

  —No se trata de temerles o no. Ya perdimos a muchos chicos por ellos. No quiero que tu rostro termine en esos muros.

  —…

  —Mauricio.

  —No te prometo nada, pero intentaré cumplir tu petición.

  —Gracias. Ahora llévame con ellas.

  Mauricio puso su mano sobre el hombro de Candado y lo condujo a través de un bosque diferente al de antes.

  —Genial, gracias. —Candado miró a su alrededor, buscando algo más que decir.

  —No te preocupes, están aquí.

  —Ya veo. Nos vemos, Mauricio.

  —Cuídate.

  Tras estas palabras, Mauricio se desvaneció.

  Candado comenzó a caminar, avanzando sin rumbo fijo. Caminó, caminó y caminó, hasta que, finalmente, encontró una caba?a de madera.

  —Debe ser ahí. —Pensó para sí mismo.

  Se acercó lo suficiente a la caba?a, pero en el momento en que estaba por dar el siguiente paso, sintió una amenaza proveniente de su espalda. Sin pensarlo, se deslizó hacia la izquierda y desenvainó su facón.

  —Vaya, parece que tenemos intrusos. —Una voz femenina emergió de entre la maleza.

  Candado fijó la mirada con fiereza, evaluando la situación.

  —?No vas a contestar, eh? Parece que estoy en lo cierto. —La figura se mostró finalmente: era una joven de cabello rojo y largo, completamente desnuda.

  —Lucero, veo que eres un lucero. —Candado observó sin inmutarse.

  La joven tembló un poco al escuchar esas palabras.

  —Ya veo, vienes por mí y por mis hermanas.

  Candado guardó su facón, levantando las manos en se?al de paz.

  —No he venido a pelear. —Aclaró, su tono sereno. —Simplemente vine a hablar con Sara. Conozco a Anen y a Amjasta.

  La ni?a no pareció estar convencida y se lanzó hacia Candado, obligándolo a retroceder.

  —Te he dicho que no quiero pelear… —murmuró, ya sintiendo la tensión en el aire.

  Pero la joven no se detuvo, y lanzó fuego desde su mano izquierda, obligando a Candado a dar un paso atrás nuevamente.

  —?Vas a provocar un incendio, basta! —Gritó él, mientras veía cómo los pu?os de la ni?a comenzaban a arder en llamas.

  —Vete, si no quieres pelear. —La advertencia fue clara, pero la ni?a siguió avanzando.

  Candado sintió que su paciencia comenzaba a agotarse. Era la tercera vez que le decía que no quería pelear, y cada vez parecía que ella lo desafiaba más. Entonces, comenzó a temblar, pero no por miedo, sino por una ira contenida, una furia que estaba luchando por no liberar.

  —No me entiendes. —Exhaló, intentando mantener la calma. —Tengo un pacto y quiero respetarlo. Tuve el honor de firmar un contrato con palabra de Sara de Holy Truth, por favor…

  La ni?a no escuchó, y se lanzó una vez más hacia él, envolviendo su cuerpo en llamas.

  Candado la esquivó por cuarta vez, y sus labios temblaron de frustración.

  —Por Isidro... —murmuró entre dientes.

  Justo cuando estaba por desenvainar su facón, una figura apareció de repente, lanzándose hacia la joven.

  —?Qué? ?Suéltame! —La ni?a intentó zafarse.

  Candado guardó su facón nuevamente, mirando con sorpresa.

  —Ni’fguó atar’en. —Dijo la figura con autoridad. —(Suéltame ahora.)

  La figura, que parecía encapuchada, tomó a la joven del hombro y la obligó a mirarla a los ojos.

  —Yisira... —pronunció Candado, asombrado al escuchar ese nombre.

  La figura encapuchada giró hacia él y corrió, abrazándolo con fuerza.

  —Yisira, ?cuánto tiempo! —Dijo Candado, aliviado de verla.

  Yisira lo abrazó con fuerza, refregando su rostro en su pecho.

  —Candado, Candado... —susurraba entre sollozos.

  La joven que había estado a punto de atacar se detuvo al ver la escena. Yisira lanzó un rugido potente hacia ella, apartándola con su poder.

  —?Es suficiente! —Ordenó una voz desde el bosque.

  —Ah, me preguntaba dónde estabas, Rucciménkagri. —Dijo la joven, con un tono desafiante.

  —Siv’eteka. —Respondió una voz grave.

  —Te lo he dicho, ?no? ?Baja tu poder, Florenfinziari!

  —Como digas. —La joven tembló visiblemente, apartándose de Candado.

  Candado observó en silencio. La tensión desapareció tan rápido como llegó, y la joven Florenfinziari se alejó, visiblemente intimidada.

  —Vaya, veo que has estado ocupada. —Comentó Candado, mirando a Yisira.

  —Estuve con Sara. Lo siento... Si eso te ayuda. —Yisira se disculpó.

  Candado, aliviado pero curioso, se acercó a ella.

  —Si estás aquí, es por algo, ?no?

  —Rucciménkagri, ?están bien esas dos? —Preguntó Candado, refiriéndose a Anen y Amjasta.

  —Si hablas de Amjasta y Anen, sí, están bien. —Confirmó Rucciménkagri.

  —Bueno, pero al menos me gustaría verlas con mis propios ojos, si no es mucha molestia.

  —Ningún problema. Es más, Yisira se ofreció a buscarlas.

  Candado acarició la cabeza de Yisira, sonriendo por lo que ella había hecho por él, hacia tiempo que estos dos no se veían.

  —Ya veo. —Dijo, con una sonrisa. —Pero, como están las cosas ahora, preferiría que me avisaran por medio de Mauricio o Logan.

  Rucciménkagri inclinó la cabeza en se?al de comprensión, hizo un gesto para que le siguiera y comenzó a caminar. Yisira no lo soltó, seguía abrazando a Candado.

  —No te quedes atrás, Florenfinziari. —Le dijo Rucciménkagri.

  Candado fue guiado por Rucciménkagri mientras Florenfinziari los seguía a distancia.

  —?Dónde estamos? —Preguntó Candado, mirando a su alrededor.

  —Donde ningún humano puede lastimarnos. —Respondió Rucciménkagri con voz seca.

  —Ya veo, esto es nuevo, ?no?

  —Así es. —Confirmó Rucciménkagri, con tono directo.

  Al salir del bosque, llegaron a una villa rodeada por monta?as. Candado observó el paisaje y comentó:

  —Puedo entender que esto se parece a un hermoso paisaje asiático o salvadore?o, ?verdad?

  —No, claro que no —sonrió Rucciménkagri, luego dio un paso al frente y se?aló hacia una enorme casa.

  —Ahí vive ella.

  —No sé cómo reaccionar ante eso.

  Rucciménkagri soltó una peque?a risa.

  —Sígueme —dijo, guiando a Candado.

  Candado avanzó hasta los jardines de la gran mansión de Sara. Florenfinziari seguía reacia con la idea de llevar a un desconocido frente a Sara, mientras que Yisira permanecía abrazada a Candado, aferrándose a él como si no quisiera soltarse. Parecía tan a gusto allí que no tenía intención de separarse de él.

  Candado rodeó la mansión y, finalmente, la encontró: Sara, sentada en su ilustre silla de ruedas, mostrando su verdadera forma, disfrutando de una taza de té junto a sus invitados. No hacía falta decir que aquellos eran, sin duda, los luceros.

  —Sara, estoy aquí —saludó Candado casualmente.

  Sara abrió lentamente los ojos y fijó su mirada en él.

  —Gracias a Lenden, estás aquí.

  Candado intentó inclinarse ligeramente mientras sostenía a Yisira.

  —Me alegra saber que estás bien.

  Yisira, al sentir la oportunidad, se desprendió de Candado y corrió hasta la mesa donde estaban los bocadillos. Con uno en la mano, regresó rápidamente a su lado.

  —Gracias —dijo, entregándole a Candado un peque?o bocadillo.

  Candado tomó el bocadillo y, con un gesto de camaradería, lo le ofreció a Yisira, quien lo aceptó. Después, se llevó el siguiente a sus propios labios. Este gesto no pasó desapercibido para Florenfinziari, quien observaba con cierto asombro, mientras que Rucciménkagri sonreía, disfrutando de la escena.

  De repente, dos figuras se pusieron de pie y se acercaron a Candado. Eran Amjasta y Anen.

  —Candado —saludaron ambas.

  Amjasta y Anen se detuvieron frente a él.

  —Hola, me alegra ver que están bien.

  Los demás luceros se levantaron al verlos, pero Sara levantó una mano y los detuvo.

  —Sarinchi’vi —dijo, con firmeza—. (No lo hagan.)

  Todos se quedaron quietos, en silencio.

  —Candado es mi amigo —continuó Sara, mientras dejaba su taza de té en la mesa y hacía un gesto a su sirviente—. él es el humano del que hablaba.

  —?Candado Barret? ?Es él? —preguntó uno de los luceros.

  —Así es —confirmó Sara, sonriendo suavemente—. Candado Barret, el cofundador de nuestra sociedad, la tercera sociedad.

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